(Por Alexis Méndez)
Esa mañana tenía un encuentro en El Centro de los Héroes, pero no tenía ganas de enfrentar más tapones, pues ya tenía bastante con los malditos que torturaron mi llegada a la oficina. Fue así como decidí tomar, por primera vez, El Metro.
Cinco minutos fueron suficientes para llegar a mi destino. Fue el tiempo en que quedé maravillado con los colores azules y amarillos de la estación subterránea, con la organización que se advertía-que iba desde los que allí trabajaban, hasta las personas que abordaban-y con las medidas de seguridad.
Mucha higiene y personas que parecían acostumbradas al moderno medio de transporte, aumentaban mi asombro. La gente, al fin y al acabo dominicana, hablaba en grupos, de pelota por un lado y política por el otro. Todos sabían que hacer, mientras yo juraba que estaba en el tren 4, que me llevaba del Bronx a la 14 Street, en Mahathan.
Pero ya lo dije, aquella experiencias solo duró cinco minutos y luego cinco más al volver. Estaba seguro de haber estado en dos países, en ese que les cuento y en el otro que encontré al subir las escaleras, donde me recibió una señora de unos 60 y tantos años-sucia y mal oliente-que pedía una limosna.
En ese otro país, al cruzar la calle, una guagua destartalada por poco me atropella; y no bien me repongo del susto cuando dos hombres se me acercaron de manera brusca. Por suerte, no eran atracadores, sino buscones que me ofrecían sus servicios para evitar que yo haga filas.
Al contarle a un amigo de la disparidad escénica que presencié, de los dos países que visité, este me dijo que solo había estado en La República Dominicana, donde el progreso anda por debajo de la tierra.

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