En los últimos días, ha estado en mi mente, por lo que he retomado con creses, momentos en el que he disfrutado de su música. Y entre temas y temas llegaron cosas a mi mente. Es por esto que quiero referirme a un aspecto relacionado a Tito Rodríguez. Tiene que ver con el espíritu innovador y el constante deseo de reinventarse que vivieron en el cantante y músico puertorriqueño y que fue complemento que participó en la orquestación de su éxito.
En una ocasión escribí un artículo titulado “Si Tito estuviera vivo”, y en este, entre otras cosas, traté la posibilidad de que en estos años, a pesar de su edad, Tito estuviera involucrado en el ambiente de las fusiones tropicales, y hasta en el rap caribeño y el reggaetón (así como lo hizo Celia en sus últimos trabajos).
Dicho alegato, que a primera vista parece un sacrilegio, está sustentado en las acciones de Rodríguez a lo largo de su carrera. Fueron decisiones que el intérprete tomó sin temer y que le garantizaron vigencia en el escenario musical de Nueva York y América Latina.
Entre esas decisiones, está la que situó a su orquesta entre las tres más influyentes de los años 50 en la Gran Manzana, conjuntamente con las de Frank Grillo (Machito) y Tito Puente. La Banda de Tito Rodríguez ha sido paradigma histórico entre las formaciones musicales de su tipo. Los críticos decían, y el mismo Tito alardeaba, que esta banda, por muchos años, decidió contar con los más talentosos músicos de Nueva York, o por lo menos con un buen grupo de estos, como Israel López (Cachao) en el contrabajo, René Hernández en el piano y uno de los más ongeniosos arreglistas de la gran urbe, Mike Collazo en el timbal, Marcelino Valdés en las congas, John Rodríguez en el bongó (el más novato, pero poseedor de grandes condiciones), los saxofonistas Bobby Porcelli, Ray Santos y Mario Rivera, y los trompetistas Víctor Paz, Emilio Reales, Tony Cofresí y David González.
Con esta orquesta, Rodríguez mantuvo por años lo que mucho llamaron una dictadura musical, la cual llevaron acabo su grupo y el de Tito Puente en las noches del Palladium, el centro de baile más importante de Nueva York para esa época. En su libro “La música del Caribe”, el periodista José Arteaga asegura que “ni Machito, a quien se consideraba el maestro de ambos, se presentó en el Palladium a raíz del debate entre los Titos; ni siquiera Pérez Prado que era el padre del Mambo; tampoco lo hicieron Chico O´Farril, Dizzy Gillespie, Charlie Parker, ni José Curbelo”.
Con la entrada de los años sesenta llega un nuevo panorama musical en el que las grandes bandas y el mambo son desplazados por formatos orquestales más reducidos como la Charanga y los Sextetos, y expresiones novedosas como la pachanga.
Tito, que no resistía quedarse atrás, asumió el reto y acogió la pachanga en el primer lustro del decenio, y a partir de la segunda mitad se involucró en el bolero.
Para muchos, este hecho significó un desfase, pero contrario a esas críticas, aquel arriesgado paso le inyectó nuevos aires a su carrera.
La presencia de Tito en el bolero fue un hecho importante para la permanencia del género. Con el auge de la pachanga, y más tarde de bógalo, con el nacimiento y proliferación por todo el mundo de formas musicales como la bosa nova y el pop, el bolero estaba destinado a quedar guardado en el recuerdo, pero un reducido grupo de artistas, entre los que estuvo Tito, como uno de los principales, mantuvieron presente antológicas composiciones y dieron a conocer nuevos temas románticos. Además, el hecho de que Rodríguez fue uno de los principales modelos a seguir por las siguientes generaciones de cantantes que escenificaron el movimiento de la salsa, hizo que muchos de ellos, como buenos relevos generacionales, mantuvieran vivo al bolero.
Estos ejemplos son la prueba de su afán por ser diferente, lo que lo convirtió en una de las leyendas de la música caribeña, lo que hizo que la gente lo recuerde como un artista inolvidable.

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